Se suele presentar la Guerra Civil Española como el resultado de un choque entre izquierda y derecha, pero (… ) tenía otros dos ejes: centralismo estatal contra independencia regional, y autoritarismo contra libertad del individuo.
Su renacimiento [el de España] tras la Guerra Civil y el franquismo ha sido una de las transformaciones más sorprendentes e impresionantes de toda Europa.
(…) la República trataba de llevar a cabo, en muy pocos años, un proceso de reforma social y política que, en cualquier otro país, habría requerido un siglo.
¿Por dónde empezó? ¿Por el “egoísmo suicida” de los terratenientes, o por la “gimnasia revolucionaria” y la retórica que desataba el miedo al bolcheviquismo, arrojando a las clases medias “en brazos del fascismo”, como advertían los líderes socialistas más moderados?
Es muy difícil imaginar cómo se hubiera podido alcanzar algún tipo de compromiso serio tras la fracasada revuelta de octubre de 1934.
Si la coalición de derechas, encabezada por la CEDA, hubiera ganado las elecciones… ¿habría acatado la izquierda el resultado legítimo?
En una de sus célebres charlas radiofónicas desde Sevilla, el general Queipo de Llano amenazó con matar a diez republicanos por cada nacional muerto. Bien, pues su cálculo resultó al final asombrosamente parecido a lo que en realidad sucedió. (Es decir, con la represión, fueron muertos prácticamente diez republicanos por cada franquista)
La especificidad de Cataluña y las complejas relaciones que tuvo que establecer con el Estado español son fundamentales para comprender la historia de España en el primer tercio del siglo XX, y aun después.
[La dictadura de Primo de Rivera] tuvo que recurrir al expediente del presupuesto extraordinario, que pretendió financiar con deuda pública y que significó a la postre la creación de una gran deuda que heredó la República.
Una de las peores gestiones de la Dictadura la llevó a cabo su ministro de Hacienda, Calvo Sotelo, con la paridad monetaria de la peseta.
Hacia 1929, cuando la Dictadura empezó a trastabillar, se produjo una fuga de capitales que hundió todavía más la peseta, de modo que la República no la recibió ya al 80 por 100 sino al 50.
Ante los hombres de la República se alzaban los inmensos retos, siempre pospuestos, que tenía planteados la sociedad española: la reforma agraria, la reforma militar, la cuestión catalana y las relaciones entre la Iglesia y el Estado.
Las relaciones de una República laica con la Iglesia católica no podían ser fáciles, entre otras cosas porque el Concordato de 1851 aún seguía vigente. Tan solo quince días después de la proclamación de la República, el cardenal Pedro Segura, primado de España, había emitido una pastoral denunciando la voluntad del gobierno provisional de establecer la libertad de cultos y separar la Iglesia del Estado.
La prensa católica tomó partido enseguida: el órgano de la Acción Católica, El Debate, se dedicó a defender los privilegios de la Iglesia sin poner en tela de juicio la nueva forma de gobierno, mientras que el diario monárquico ABC se alineó con las tesis más integristas.
El cardenal Segura se instaló en el sur de Francia y dio instrucciones a sus sacerdotes para que, por medio de testaferros, vendieran bienes eclesiásticos y evadieran el dinero de España. El día 3 de junio los obispos españoles enviaron al presidente del gobierno provisional una carta colectiva denunciando la separación de la Iglesia y el Estado y protestando por la supresión de la enseñanza obligatoria de la religión en las escuelas.
El 10 de marzo una escuadra de Falange dirigida por Alberto Ortega atentó contra la vida del profesor Luis Jiménez de Asúa, diputado socialista, y asesinó al policía que le escoltaba. Cuatro días después, los falangistas atentaron contra Largo Caballero. El magistrado Manuel Pedregal, que había sentenciado a treinta años de cárcel a un falangista por la muerte de un voceador de periódicos de izquierda, fue asesinado; estalló una bomba junto al palco presidencial en el desfile conmemorativo del 14 de abril y los guardias de asalto dispararon por error contra el alférez de la guardia Civil Anastasio de los Reyes. La Falange reivindicó la muerte del periodista Luciano Malumbres en Santander, la del periodista Manuel Andrés en San Sebastián, y en Madrid la del capitán socialista Carlos Faraudo. El 16 de abril los falangistas dispararon sus metralletas contra trabajadores en el centro de Madrid, matando a tres de ellos e hiriendo a otros 40. El 12 de julio unos pistoleros falangistas asesinaron al teniente de Asalto José Castillo, miembro de la UMRA (Unión Militar Republicana Antifascista), que había estado en el punto de mira de las escuadras falangistas desde los violentos choques de mediados de abril.
Gil Robles, el mismo 16 de junio en el Parlamento, cifraba en 269 los homicidios cometidos (muchísimos de ellos por fuerzas falangistas) y en 170 las iglesias incendiadas (se incluían todo tipo de incendios, incluso simples pirómanos que prendían papeles en el interior del edificio sin ninguna repercusión en el mismo o en sus ornamentos)
En sus instrucciones para el levantamiento, Mola describía esa actitud con claridad meridiana: “Quien no está con nosotros, está contra nosotros”
Todos aquellos que se habían opuesto al levantamiento fueron asesinados, incluido el alto comisario, Álvarez Buylla, y el comandante de la Puente Bahamonde, primo hermano de Franco, quien se desentendió del seguro fin que aguardaba a su pariente. En una sola noche, la primera del golpe de estado, los facciosos habían asesinado [solo en el Protectorado] a 189 personas.
Las organizaciones obreras, la CNT y la UGT, declaraban la huelga general y acudían al gobierno civil en busca de armas, que se les negaban o se les decía que no existían. Levantaban entonces barricadas pero, sin medios para defenderse, eran fácilmente derrotados y muertos por las fuerzas rebeldes que luego ejecutaban sumariamente a cualquiera que hubiese quedado con vida, desde el gobernador civil hasta el último cargo sindical.
La batalla de la opinión pública mundial no la ganó la República hasta el bombardeo de Gernika, en abril de 1937, cuando ya la guerra estaba casi perdida para el Gobierno republicano.
La jerarquía de la Iglesia católica montó en cólera por la difusión de estas noticias [de asesinatos de religiosos en zona republicana] pero no abrió la boca cuando los nacionales fusilaron a 16 sacerdotes vascos, incluido el coadjutor de Mondragón José Markiegi, acusados de ser nacionalistas radicales.
Las informaciones más sensacionalistas de la prensa mundial se recreaban en detallar las violaciones de monjas, que fueron totalmente inexistentes, al punto de que la Causa General no aporta ninguna prueba de tales procesos y sólo menciona un posible caso.
Esos rumores [de matanzas anarcosindicalistas] eran producto de una inevitalbe manía persecutoria que la clase media experimentaba hacia los anarquistas, a quienes temía por la revolución social que predicaban, pero a los que, a la vez, admiraba por su ascetismo y su orden moral.
Este asesinato fue condenado inmediatamente por los dirigentes de la CNT/FAI, que prometieron juzgar de inmediato a cualquiera de sus miembros que actuara movido por razones personales, amenaza que llegaron a cumplir: el dirigente de la construcción Josep Gardenyes (que había sido liberado de la cárcel el 19 de julio) y el jefe del sindicato de la alimentación, Manuel Fernández, que se habían vengado de quienes les habían denunciado a la policía durante la dictadura de Primo de Rivera, fueron ejecutados por sus propios compañeros de la FAI.
En toda Cataluña, más de la mitad de todos los asesinatos cometidos durante la guerra civil se produjo antes del 30 de septiembre de 1936 y se cortaron casi de raíz cuando fueron suprimidas las “patrullas de control”, tras los hechos de mayo de 1937
Las características fundamentales de la violencia en zona republicana fueron el descontrol, la corta duración del proceso y la casi inmediata intervención de las autoridades republicanas y de los dirigentes de los partidos para intentar detener la locura homicida. El grueso de las matanzas descontroladas tuvo lugar en los meses de agosto y septiembre, para desaparecer casi por completo a principios de 1937, cuando la violencia “legal” se impuso al terror “caliente”.
La idea de “hacer limpieza” formaba parte de los planes golpistas. Ya Mola, en la instrucción del 30 de junio relativa a Marruecos, ordenaba “eliminar los elementos izquierdistas: comunistas, anarquistas, sindicalistas, masones, etc”.
Lo expresó muy bien uno de los jefes de prensa de Franco, el capitán Gonzalo de Aguilera, en la entrevista que le hizo el periodista norteamericano John Whitaker: hay que “matar, matar y matar” a todos los rojos, “exterminar un tercio de la población masculina y limpiar el país de proletarios”
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